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Anécdotas

lunes, 22 de septiembre de 2008

TRAVESURAS DE CHICO

De la vida real.

Tenía yo alrededor de 10 años. Me gustaba visitar la casa de mi tía para jugar y pasar el tiempo con mis primos. El esposo de mi tía tenía malas pulgas…era muy tosco y un tanto egoísta. Recuerdo que cuando llegaba del trabajo, mi tía tenía que tenerle servida la cena calentita en su mesa y, como un rey, se sentaba solo a comer, mientras mi tía estaba al tanto de alguna otra necesidad. Nunca vi a mi tía sentada con él, tampoco a mis primos… en fin, aunque era pequeño no percibía ambiente de familia en ese hogar. Lo peor de todo era lo inflexible que era cuando mi tía fallaba en algo o cometía algún error. ¡Pobre de mi tía… lo que le caía encima era mucho!....

Recuerdo que una tarde llegué a su casa. Pasé al comedor, fui a la heladera para tomar un poco de agua fría (en mi casa no había heladera, dicho sea de paso) y cuando abrí la puerta, sobre la parrilla se encontraba una cubeta mediana, rebosante de una gelatina roja cristalina que, al mínimo movimiento y como un sensor sísmico, temblaba suavemente, como invitándome a que probara.

Figúrense, la gelatina para un niño… y nada menos que de de fresa, mi sabor preferido. Quise pasar inadvertida la gelatina, con la jarra de agua en la mano miraba el agua, miraba la gelatina. Ella temblaba ante mi, como riéndose e invitándome… pero pensé en mi tía, pensé en su marido, pensé en la pelea que se formaría y traté de cerrar la puerta, pero… francamente… la gelatina seguía riéndose, temblando, invitándome.

Abrí nuevamente la heladera y nuevamente allí, en las mismas… miré hacia atrás, miré hacia la puerta de salida y me sentí solo; sin que nadie me perturbara, accedí a las insinuaciones que la gelatina. Tomé en la mano la cubeta, agarré una cuchara y apuradamente quise probar, pero no todo se quedó ahí. Probé, reprobé, volví a probar y en la prueba más de media cubeta de gelatina había desaparecido.

En esos precisos momentos sientí pasos que venían de la cocina, no se de quién, pero rápido, como un lince, cerré la puerta de la heladera, me deslicé por la sala, salí a la calle y desaparecí sin que nadie me viera.

Miren señores, hay situaciones en las que uno no tiene que ser testigo ocular para imaginarse todo el drama que puede producir una mala acción. No importa cuan grande o pequeña sea. Esas cosas no se miden por la magnitud del hecho, tampoco por la persona que lo ejecuta, sino por las circunstancias específicas del lugar y el momento.

Solo me enteré por boca de mis primos que ignoraban quien había sido el delincuente. Pero por lo que oí, cuando mi tío político terminó de comer y esperaba saborear su delicioso postre ansiosamente, mi tía, que estaba al tanto, fue a la heladera para darle de postre la rica gelatina que había hecho para su indómito cónyuge, se encontró con una cubeta depredada casi por completo, con una gelatina que ya no reía, ni temblaba, ni invitaba a nadie. Según oí, aquello fue el “acabose”. Montaron una “investigación” para descubrir al atrevido que había osado comerse la gelatina y mi pobre tía tuvo que soportar todo el peso de la culpabilidad por ser “tan descuidada”. Claro, nunca hallaron al delincuente, mi tía no tenía la culpa y solo el tiempo fue borrando aquél hecho tan desagradable.

Pero una cosa si les digo, cuando veo temblar, reír e invitarme las gelatinas que frecuentemente hace mi esposa, lo primero que viene a mi mente es aquella escena frente a la heladera de mi tía, cuando la gelatina roja, cristalina, temblorosa…me tentaba produciendo todo el desastre por haber cedido a su invitación.

Ese hecho me hace recordar el dicho de los sabios callejeros: “Agua que no has de beber, déjala correr”

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