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Anécdotas

jueves, 5 de febrero de 2009

La calabaza salvadora

Allá, por el año 1971, Mi hija mayor, Alba, tenía 7 años, Luis Daniel tenía 2 años, Olga tenía meses de nacida y Pablo no había nacido aún. Vivíamos en la ciudad de Hoguín en la casa de mis suegros, y por lo tanto era nuestro deber ayudar de diferentes formas a la casa para no ser una carga gravosa para la familia de mi esposa. Realmente, pensar en aquellos tiempos es pensar en hambruna, carencia y carestía de todo y especialmente de comida puesto que todo estaba controlado por la llamada “libreta de control de abastecimientos” que de control tenía bastante, pero que de abastecimientos tenía muy poco.

Como teníamos tres criaturas para alimentar, era menester, de alguna forma, buscarles que comer, porque de lo contrario se desnutrirían, se enfermarían y esta situación agravaría el problema, porque en ese tiempo, ni aspirinas había en las farmacias.

Una mañana, temprano, me dispongo a salir en bicicleta, hacia el Guabino, lugar de plantaciones de plátanos, donde algo se podía resolver, por lo menos para los niños. Desde Holguín al Guabino hay aproximadamente 20 kms. Usted puede ver ante sus ojos un terraplén que une ese lugar con la ciudad. Bajas y subes cerros; piedras y huecos que vadear. Alrededor de cuatro o cinco kilómetros ante antes de llegar al lugar donde habrías de comprar los plátanos el terreno cambia ante ti, una tierra vegetal se torna en negra, cuando llueve se vuelve pegajosa y los pantanos que se forman son tan grandes que, prácticamente, se vuelve intransitable aún para los vehículos mayores.

Pero esa mañana el sol resplandecía y el cielo limpio de nubes auguraba un día seco y aparente para hacer un viaje en bicicleta. En efecto, Te despediste de tu esposa, emprendiste el viaje esperanzador y dejaste atrás la familia que esperaría ansiosa tu regreso con los verdes racimos colgando del manubrio y que traerían alegría al corazón y al estómago de tu familia.

Llegas a medio día. Te invitan a almorzar en casa de unos amigos, y después de haber charlado un rato, les manifiestas que necesitas resolver unos plátanos para llevarle a tus hijos. Así que, este señor de la casa tomó su machete, fuiste al platanal con él y cortó cuatro hermosos racimos del oro verde que tanto necesitabas.

Llegó el momento de partir. La felicidad se trasluce en tu rostro. Para ti iba a ser una alegría llegar con el fruto preciado a tu casa. Al salir, te parecía ver a tu esposa rebosante de alegría recibirte dándote un beso, porque el hombre de la casa había resuelto un problema que afectaba, especialmente, a los niños.

Al salir del callejón que desembocaba en el camino, de pronto todo se oscurece, truenos y rallos comenzaron a caer, el viento, raudo, anunciaba a voces lo que estaba por llegar. Estaba justo para llover. La tormenta se veía a lo lejos. Venía galopando como un potro airoso en la libertad del inmenso llano. Para que no te alcanzara, justo en ese tramo tan malo, trataste de apurar el andar de la bicicleta cargada, pero todo te fue inútil. Llueve torrencialmente ya, no hay remedios, la bicicleta se te hace mas pesada, el barro pegajoso alojado entre la rueda y el guarda barros, traba las ruedas, la cadena se traba también. Tanto fue así que tuviste que bajarte y arrastrarla como pudiste… pero un tramo solamente, porque se te hizo tan pesada que quedaste exhausto, sin fuerzas, desconsolado mientras la intensa lluvia cayó inmisericorde sobre ti.

¿Qué hacer?. No podes seguir ni con vici ni sin vici. A lo largo de los lados del camino sendas cercas de alambre de púa se extendían dividiendo los linderos de las fincas. Tomas los racimos de plátanos, y con dolor en tu alma, lentamente, uno a uno lo colgaste sobre la alambrada cerca. La vici, ¿qué hacer con ella?. Avanzaste, lentamente, arrastrándola hasta a una casa cercana, lugar donde tuviste que dejarla hasta que, en otra oportunidad, pasaras por allí para recogerla.

De ahí en adelante comenzó la segunda etapa de la odisea: caminar y caminar entre el barro. Los zapatos crecían y te hacían crecer. El barro se pegaba y no se desprendía. Con dificultad caminaste alrededor de siete kilómetros por aquellos caminos hundidos por el agua. En ese momento, detrás, venía una carreta tirada por bueyes llena de calabazas recién cosechadas. El arriero al verte, te invitó a subir a la carreta; pues mas adelante, el arrollo de agua había crecido tanto que la correntada no iba a dejar pasar a nadie. ¡Qué alivio sentiste al subir a la carreta!. Con una actitud agradecida por la ayuda inesperada que a tiempo llegó, diste las gracias al hombre por su gesto generoso y oportuno..

No pasó mucho tiempo y el hombre de la carreta ya se había enterado de todo lo que pasaste hasta ese momento y en un gesto generoso te regaló dos calabazas. La alegría invadió tu corazón y te dijiste: “Bueno, por lo menos, aunque sea calabaza le llevo a los niños” y te sentiste un poco aliviado.
El arrollo. Los bueyes comienzan a cruzar las enfurecidas y turbulentas aguas. La carreta se hunde, las calabazas flotan, y una por una, y antes de llegar a la otra orilla, puedes observar la multitud de calabazas llevadas por el agua, diciéndote el último y definitivo adiós, sin poder hacer nada para rescatarlas.

Como las calabazas son cargas molestas, y solo cabía con dificultad una en cada mano, para no caerte, tuviste que soltar una de las dos para agarrarte fuerte de los palos de la armadura de la carreta para no ser arrastrado por el agua. Con tristeza viste, despedirse de ti, una de esas calabacitas que te habían regalado y que tanto amor habías puesto en ellas. Resultado: de las dos calabazas, solo una quedó en la otra mano que se resistía a perder la última esperanza. Recobraste el ánimo y te dijiste: “Bueno, por lo menos no llego con las manos vacías después de tantos problemas”.

Por fin la carreta llegó vacía a su destino. Realmente no sé en qué forma este hombre se justificó delante del dueño de la carga perdida. Por tu parte, bajaste, le diste las gracias a a tu salvador y parado a la orilla del camino esperaste con paciencia que algún vehículo pasara y el chofer tuviera la amabilidad de levantarte de allí. Ya era tarde. Como las 6 p.m. y por fin, un camión, lleno de personas se detuvo y pudiste subir con la calabaza, y en un poco más de una hora ya estabas frente a la casa.

Abrí la puerta, y con alegría en mi corazón, después de haber vivido aquella experiencia tan terrible, saludé a mi esposa y le dije:
-- Mira, esto fue lo que pude traer, una calabaza.
Figúrense, un día entero empleado para traer una calabaza a la casa.
-- ¡Una calabaza!, ¿y los plátanos dónde están?. ¡Cómo te vas a aparecer con eso sabiendo que los niños no tienen que comer! - -Tronó mi esposa.
Ella, con el rostro demudado, no entendía absolutamente nada. Allá, en el Guabino una lluvia torrencial de tres horas de duración. En Holguín un sol que rajaba las piedras, y, ni vestigios de agua. Traté de explicarle lo que me había pasado, pero ella no entendía. Yo no tenía palabras para describirle toda la odisea, el destino de los plátanos, la historia de las calabazas, mi caminata por el barro, y mi propio pobre destino.

Por fin, cuando pasó el impacto de mi llegada, pude, detalladamente explicarle exhaustivamente lo que había pasado y la historia de la calabaza.

Gracias a Dios, ella entendió. Al fin y al cabo, ella también vivió allí, en el Guabino, cuando atendíamos una Iglesia en medio de plantaciones de plátano. Ella supo en ese tiempo lo que era el barro, el aislamiento del lugar cuando llovía. En muchas ocasiones me había visto salir del Guabino a pie, llegar de Holguín bajo el agua, caminar 16 kms. a través de aquellos callejones hundidos por el barro para buscar en la ciudad elementos esenciales para nuestra subsistencia. En el Guabino, ella supo lo que era dormir en un cuartito de 2 X 2.5 mts. cuadrados, parte de una cocina de campo. Ella y Alba en una columbina, yo por encima de ellas en una hamaca colgada de esquina a esquina. Ella supo lo que era no tener ni leche para darles a los más chicos. Sin heladera, sin lavarropas, cocinando en un fogón de leña o de kerosén y con el mínimo de pertenencias; ver la ropa colgada en un esquinero, amarilla por el humo de la cocina a leña, todo por hacer la obra de Dios en un lugar en el que no era fácil vivir para una familia.
Toda esta experiencia nos sirvió a los dos; tanto para yo entender sus sufrimientos después de pasado el tiempo y le sirvió a ella para comprenderme cuando pude relatarle la historia del destino de los plátanos y de la aparición milagrosa de la calabaza salvadora.

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